jueves, 26 de enero de 2012

Una sociedad embrutecida


Cada derecho fundamental es una conquista.

A medida que perdemos derechos o permitimos que otros los pierdan o no los apliquen, avanzamos en el embrutecimiento de toda la sociedad en su conjunto.

Si la vida civil se rige por el derecho civil, que regula nuestras relaciones como individuos con nuestro semejantes dentro de una sociedad y con el Estado, y sólo por ser miembros de la familia humana tenemos derechos humanos universales, la pregunta es clara:

Las gentes cuyos derechos han sido pisoteados desde hace más de un siglo, desamparados, olvidados, rehenes de un conflicto armado que perdura merced a la codicia humana, ¿han dejado de ser civiles?, ¿han dejado de ser humanos?

Si Occidente no es capaz de ver ni un ápice de humanidad en las gentes del Congo para comprometerse en la defensa de sus derechos fundamentales, es que probablemente su codicia ha deshumanizado a las mujeres y niñas violadas, a los millones de víctimas de un genocidio, a los niños y niñas forzados a trabajar en condiciones de peligrosidad extrema, a los huérfanos, a los menores desnutridos, a los mutilados, a los secuestrados por las milicias, a las mujeres y niñas convertidas en esclavas sexuales, a los habitantes de pueblos saqueados, a los desplazados que huyen del conflicto, y en general, a los millones de víctimas inocentes del expolio del Congo.

A los ojos de las víctimas, es muy probable que quienes hayan perdido la condición de humanos sean los habitantes de Occidente, que tras más de cien años contemplando el sufrimiento de un pueblo, no ha sido capaz de reaccionar de manera rotunda para acabar con tal situación.

La violencia extrema, la pobreza absoluta, la injusticia y la ausencia de paz, tanto para el que las sufre como para el que las contempla en la distancia sin hacer nada por evitarlas, nos embrutecen a todos. Nos hacen menos civiles y menos humanos en la medida que nos apartamos de los considerandos en el preámbulo de la Declaración Universal de Derechos Humanos.


Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana;  
Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como la aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias;
 

Considerando esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión;
 

Considerando también esencial promover el desarrollo de relaciones amistosas entre las naciones;
 

Considerando que los pueblos de las Naciones Unidas han reafirmado en la Carta su fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana y en la igualdad de derechos de hombres y mujeres, y se han declarado resueltos a promover el progreso social y a elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de la libertad;
 

Considerando que los Estados Miembros se han comprometido a asegurar, en cooperación con la Organización de las Naciones Unidas, el respeto universal y efectivo a los derechos y libertades fundamentales del hombre, y
 

Considerando que una concepción común de estos derechos y libertades es de la mayor importancia para el pleno cumplimiento de dicho compromiso;
 

LA ASAMBLEA GENERAL proclama la presente DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HUMANOS como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos, tanto entre los pueblos de los Estados Miembros como entre los de los territorios colocados bajo su jurisdicción.


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domingo, 15 de enero de 2012

Historias robadas

Una familia fuera de su tienda de campaña en el campamento BadBado en Mogadiscio, Somalia
© Kate Holt / IRIN

Todos tenemos una historia que contar: nuestra propia historia.

La compartimos con nuestros amigos y con nuestros familiares. Cuando sufrimos, esperamos el consuelo de alguien cercano. Y los momentos felices, deseamos compartirlos con los que nos rodean. Una sucesión de momentos, felices y no tan felices, que componen nuestra vida.
Incluso la historia individual de cada uno de los millones de seres humanos que viven en la pobreza más absoluta es una sucesión de momentos compartidos, de consuelo, de penas y de alegrías, en definitiva la historia de una vida.

Y así también es la historia de los pueblos. Una historia que dura generaciones y que habla de épocas de prosperidad y de épocas de declive. De guerras y de paz. De justicia y de injusticia.  Con la única diferencia que la historia de los pueblos la escriben los gobernantes a través de los medios de comunicación, mientras que la historia personal la escribe cada individuo.

Nadie puede robarnos nuestra propia historia personal. Quizá, lo único que verdaderamente nos pertenece.

Sin embargo, hay pueblos cuya historia apenas aparece en los medios. 

Historias olvidadas de hambre, de miseria, de muerte, de violaciones, de esclavitud, de desalojos, o de explotación. Que sólo ocupan portadas cuando alcanzan niveles insospechados de crueldad.

¿Y qué es la historia de un pueblo sino la historia de sus gentes?

Mujeres y niñas que ocultan su rostro por la vergüenza de haber sido violadas. Su grito silencioso de rabia y dolor consecuencia de la impunidad de la que gozan sus atacantes.
Madres y padres que se desvelan por el cuidado de sus hijos desnutridos, que lloran sus muertes y abandonan sus destinos a la Divina Providencia.
Niños y niñas explotados, y a veces esclavizados, que sueñan con poder ir a la escuela, dejar atrás un pasado de trabajo, y prepararse para un futuro mejor.
Familias desalojadas de sus tierras, sin raíces y sin medios para ganarse la vida.
Comunidades enteras que huyen de los conflictos armados, recorriendo cientos de kilómetros hasta llegar a los campos de refugiados donde se hacinan miles de desplazados.

Millones de seres humanos desamparados con una historia que contar de los que apenas sabemos nada, sólo que también necesitan consuelo y compartir sus escasas alegrías.

Contar sus historias robadas, romper el silencio y sacarles del olvido es quizá la mejor forma de consolarles y de hacerles sentirse conectados con el mundo que les rodea, que de alguna manera ha contribuido a su historia y tiene una responsabilidad ineludible en cambiar sus destinos. Porque si un pueblo no puede contar su historia estará condenado al olvido y a la extinción.


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