Dios nunca tuvo un plan para la
humanidad. No hay un fin supremo, ni armonía al fin de los tiempos. No hay
vicio ni virtud, ni culpa ni pecado, no hay causa ni finalidad, no hay condena
ni redención, no hay vida eterna, no hay justos ni pecadores, no hay cielo e
infierno. Sólo hay conciencia, libertad y pasión.
Una
voluntad persistente que impulsa
lo inerte y lo vivo como fenómenos del espacio, tiempo y causalidad, se
divierte observando el Universo libre y en perpetuo conflicto,
donde hasta las ínfimas partículas que lo integran, sometidas a dicha
voluntad,
colisionan y se transforman.
Es ilusorio
construir una Torre de Babel para alcanzar el cielo, pues no hay virtud ni verdad
en él. ¿Para qué desafiar a un Dios que se burla de nosotros los seres humanos,
si para ello debemos entregar la libertad y nuestro poder a los descendientes
de Nemrod? Esos que conocen al ser humano y les prometen el pan y los reinos y
riquezas de este mundo a cambio de su libertad y su poder.
La rebeldía contra un Dios injusto,
cuyos milagros y parusía, prueba de su existencia, esperamos inútilmente, es
tan inútil como la propia espera. Él, en su trono celestial, sigue riéndose de
su creación, renegando de ella por renunciar a su libertad.
La rebeldía del ser humano es, o debería ser, la rebeldía contra sí mismo,
contra su indiferencia, contra su pasividad, contra su miedo a la
libertad. De esa rebeldía, que reconoce la libertad, la pasión y la dignidad
de todos los seres humanos nacerá el hombre y la mujer libre, compasivo y capaz
de desarrollar todas sus potencialidades a través del empoderamiento del sujeto
individual y colectivo que sí obra conforma a un plan: SER
.