jueves, 25 de abril de 2013

Bombas silenciosas


Matan dos veces: la primera, cuando explotan y acaban con la vida de civiles inocentes, mujeres y niños principalmente; y la segunda, cuando los que sobreviven a la explosión mueren en vida lentamente mientras lloran a los fallecidos y piden justicia. Una justicia tan ciega que apenas puede ver las atrocidades cometidas y el sufrimiento infligido.

Pero quizá, el efecto más destructivo de una bomba silenciosa es el que perdura en el tiempo. Esa ausencia de ruido que mata la esperanza de los que sobreviven, y que ahoga los gritos y las risas de los juegos infantiles. Una onda expansiva de silencio y destrucción. Un vacío en vida. Una espera interminable. Un porqué sin respuestas.

Y ese silencio se convierte en la impunidad de los atacantes, que violan sistemáticamente el derecho a la vida ante la desidia y complicidad de nuestros gobernantes.

No puedo evitar que sigan matando inocentes, pero al menos desearía que las bombas que han explotado y explotan casi a diario en Somalia, Yemen, Siria, Sudán, Sudán del Sur, Afganistán, Irak, Líbano, Cachemira, Palestina, Mali y Congo, por citar sólo algunos países en conflicto casi permanente, resuenen en nuestros hogares con la intensidad que lo hacen las bombas de los atentados cometidos en Europa o en Estados Unidos. Que el silencio de los niños y niñas retumbe insoportable en nuestros oídos. Que las lágrimas de los que lloran inunden nuestros sentidos y emociones hasta sumergirlas en la misma soledad y desesperanza de las víctimas. Y así, reaccionar en contra de esta apatía, como el ahogado que toma una bocanada de aire cuando asoma a la superficie, así volveremos a la vida, a renacer como seres humanos que comparten su existencia y luchan unidos por un mundo en paz.


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